El cine como mirada

El cine es mirada. El personaje nos observa, alentando en nosotros una réplica. Más que mirar la pantalla, es ella la que nos escudriña, poniendo en movimiento emociones. La ficción imposta, pero su efecto en nosotros es real, reparadora. Afirma con acierto Aristóteles en su libro Retórica: "El arte es causa de la salud". 


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La mirada enajenada de Norman Bates, buscando nuestra complicidad culpable. Esa mirada picarona revela el éxito de Hitchcock, su capacidad de hacernos sentir miedo, pero también empatía por el psicópata. El plano final con el coche saliendo del pantano viene a revelar nuestros deseos más oscuros. El cine nos ofrece un diván psicoanalítico desde el que supurarlos, ponerles cara, sin vergüenza ni violencia. Después de todo, es una película. Solo en la vida real sentiríamos pavor y rechazo ante los actos del taxidermista. El cine nos permite aflorar nuestro lado oscuro, ablandar el deseo reprimido, acompañar a Bates sin culpabilidad ni riesgo. 


La mirada lisérgica de Noodles, evocando recuerdos tan perturbadores como dulces, bajo los efectos narcóticos del opio, para que no duelan. Regresar al pasado tamizando el daño. Segundos antes de esta imagen, De Niro contempla unas sombras chinescas al entrar en la casa del sueño, como lo hacemos nosotros, espectadores de esta ficción, el cine como neblina adormidera, como benévola evocación de nuestra propia memoria, herida de sueños que quedaron en eso, muescas en el revólver, heridas del tiempo. Solo nos queda reír, aceptar lo que pasó, lo que nunca volverá. El cine es opio, una droga reconfortante, un placebo al que nos entregamos con dócil placer, contemplando sin quebranto la escena tragicómica de nuestra existencia. La sonrisa de Noodles es triste, vulnerable, sabe que la felicidad es un estado, nunca un puerto al que arribar. 


La mirada de Elaine y Benjamin, Katherine Ross y Dustin Hoffman, en el autobús habla sin abrir boca. Su sonrisa adolescente pide réplica al espectador. ¿Ves?, es posible desdecirse de tus decisiones, desandar el camino, tomar otra ruta, desoír los consejos y hacer lo que las tripas te dicten. El sueño americano. Sin embargo, la música que acompaña a la escena revela en su letra el anverso de este idilio, recuerda al espectador lo que dejaron por hacer, la cobardía ante el momento fundante, las malas decisiones, el otro que pudieron ser y no fue. "Hola, oscuridad, mi vieja amiga; he venido a hablar contigo otra vez porque una visión deslizándose suavemente dejó sus gérmenes mientras estaba durmiendo..." El cine, la caja oscura de los sueños, el padre de Hamlet, evocando la pérdida, instando a vivir. No somos Elaine ni Benjamin, quizá un instante anhelamos ser ellos en ese autobús, no mirar para atrás, sonreír ante un futuro incierto. Pero nunca tomamos esa ruta, recuérdalo. Quizá esa amarga revelación nos sirva de enseñanza cuando venga el siguiente autobús. ¿Lo tomaremos?


La mirada de Tommy DeVito, disparándonos a la cara, además de un homenaje a los inicios del cine, sirve de coda al discurso resignado de Henry Hill. "Y tengo que vivir el resto de mi vida como un gilipollas". Esto es lo último que oímos antes del certero disparo del gánster a las entrañas de nuestros sueños. Todos quisiéramos ser Hill sin tener que matar, engañar, robar... Al menos como ingenuo deseo, a todos nos encantaría una vida de lujos sin dar un palo al agua. Que nos toque la lotería. Pero hasta el propio Hill terminó, como todos, viviendo en una casa clonada, con una vida clonada, y lamentándose de su suerte. La mirada contundente, espartana, de DeVito nos lo recuerda, su disparo es un despertador.

La mirada de Kay lo dice todo. Sabe que la tragedia no es reversible. Edipo matará a su padre; pese a las dudas, Hamlet también lo hará, como Michael lo hizo con su hermano. El abrazo de Michael, como el de Judas, es impostado, rubrica sin decirlo la despedida; Kay lo sabe, suelta una risa nerviosa, casi que podemos sentir desde la butaca su escalofrío. Sabe que debe irse, huir, proteger a sus hijos contra la previsible tragedia a la que está condenada. Esa que sabemos que sucederá a su pesar. Kay se aleja de la habitación, da la espalda a Michael, mientras un relicario de besos en mano coronan al nuevo padrino. La puerta se cierra, Kay se gira, no la vemos, pero frente a ella solo hay una pared a la que mira sin mirar. Fundido en negro. La película acaba, pero no lo hace del todo, sabemos como Kay que no hay remedio, que no solo no podemos evitar deshacer lo trenzado, sino que el pasado escribe con incorregible necesidad el relato de nuestro futuro. Sófocles lo expresa con contundencia: "¿Qué hombre, qué hombre ha conocido otra felicidad que la que él se imagina, para volver a caer en el infortunio después de esta ilusión? Tomando tu destino como ejemplo, infortunado Edipo, no puedo mirar como dichosa la vida de ningún mortal". Kay es el espectador del escenario trágico del mundo. Kay eres tú, soy yo. Todos.


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