La contadora de películas


Recientemente he leído la novela breve -no más de 120 páginas que vuelan de un soplido- "La contadora de películas", del chileno Hernán Rivera Letelier, que estrenará el 1 de noviembre su adaptación cinematográfica, interpretada entre otros por Antonio de la Torre.



La novela está ambientada en el árido desierto de Atacama, con una humilde familia como protagonista, cuya hija tiene la peculiar virtud de saber contar películas. Tras la sencilla prosa de Letelier se intuye un territorio hostil y deprimido, donde pequeñas distracciones como el cine y el ingenio de nuestra protagonista, María Margarita, rompen la triste rutina de cada día, haciéndonos soñar. 

El libro se lee de una tacada. Su prosa es accesible a lectores noveles o perezosos, aunque incluya palabras del argot chileno o de Atacama que si bien se entienden por contexto, sería un juego divertido indagar en su significado. La historia es ágil, entretenida, se sigue fácilmente y evoluciona creciendo en dramatismo y emoción; no en vano la han pasado a película. Se la he pasado a mi mujer y también le está encantando. Para niños pequeños no es recomendable. Creo que es ideal a partir de 12 años. Aborda asuntos como la violación a menores -quizá lo más delicado del libro, pero abordado con delicadeza-, el abandono familiar, el alcoholismo o la pobreza que sin duda pueden ser muy aprovechables para debatir en el aula. 

Vayamos al quid de la trama. A poco que escarbes, recubres que el rol de contador -de películas, de libros, de cartas...- es real y recurrente en la España de la primera mitad del siglo XX, incluso décadas posteriores, antes de la irrupción de la televisión y la plena alfabetización de la ciudadanía, especialmente en zonas deprimidas. 

Cuando le dije a una compañera docente que estaba leyendo el libro de Letelier, me confesó: "Me recuerda a cuando era pequeña. Mis hermanas, mi madre y amigas de mis hermana se sentaban en sillas bajas a coser por la tarde en mi casa. Primero oían la radionovela y luego me daban un libro para que lo leyera y ellas escuchaban mientras cosían. ¡Lo que ha cambiado el cuento!"

En mi caso, el único referente de contadora es mi abuela Kika, que me narraba historias peculiares, añadiendo palabras que yo desconocía y que después iba corriendo al diccionario, para pillarla en un renuncio, con la frustrante esperanza de que fueran inventadas. No lo eran. Mi abuela era, te lo aseguro, un diccionario andante. Sus palabras no las escuchaba en la escuela, ni siquiera en los libros e historietas que devoraba. No suelo hacer uso, por ejemplo, de palabras suyas como carcañales o boliches; sin embargo, perduran indelebles en el retablo de mi memoria emocional. 

Otra evocación que trajo a mi memoria esta novela es el triste y progresivo cierre de los cines de barrio, que con los años y el streaming derivaron en la proliferación de mega salas en la periferia de las ciudades, a menudo ligada a grandes centros comerciales. Aún así, los cines no atraen demasiada taquilla, ni siquiera cuando Marvel entra en escena. Hoy, el cine se consume, se entremezcla con rutinas cotidianas, que distraen la atención, y en formatos de pantalla minúsculos donde se pierde la magia y el misterio de una sala de cine. 



Recuerdo las horas pasadas en el cine Rontegui de Barakaldo, Bizkaia, viendo películas de terror y aventuras. Pero no fue esta mi primera sala de cine. 

Estudié mi Primaria en un colegio de Salesianos que tenía la sana costumbre de poner -creo recordar que los sábados- películas que se habían estrenado años atrás. Eran películas en su mayoría de Terence Hill, Bruce Lee, Louis de Funes, policiacas de los 70, de misterio y aventuras, de catástrofes, mucho Leone... Todas en color. Las proyectaban en el salón de actos del colegio, al que debías acceder atravesando la larga eslora del gimnasio. El salón de actos servía tanto para proyectar películas como para administrar la primera confesión, prescrita por los curas del colegio si no querías consumirte en el horno eterno del infierno. Lo cierto es que conmigo lo tuvieron muy fácil, apenas me arrodillé confesé al sacerdote de turno no tener nada que decir, sin duda causado más por mi timidez que mi cuestionable santidad. 

Años después, ya cargada mi memoria y corazón de cientos de películas, llegarían Spielberg, Lucas y otro puñado de nuevos cineastas a reactivar el motor de sueños. Skywalker, Indiana Jones, la teniente Ripley, Dante, Weir, Forman, Scott... Inoculado el virus prodigioso, la televisión no aminoró mi hambre de cine. Tampoco hoy, en la era del streaming, dejo de ir al cine

Pero echemos unos años atrás la mirada. No es el cine de mi colegio la experiencia de iniciación cinéfila que recuerdo con más cariño y que marcaría mi pasión por el cine. Lo fue la sesión matinal que se proyectaba cada domingo en la Casa del Pueblo cercana a mi casa, a la que fui fiel durante muchos años. La última vez que regresé a Barakaldo, como quien recorre ceremonialmente lugares santos, hice una parada frente al que antaño fuera templo profano de mis sueños. En el viejo salón de la Casa del Pueblo no se proyectaban películas recientes ni en color. Todas eran clásicos, en su mayoría estadounidenses. Allí descubrí a Ford, Hawks, Hitchcock, Murnau, Walsh, Eisenstein, Cukor, Capra, Lang, Wells, Keaton, Chaplin, Lubitsch... Las cuatro plumas, los esqueletos de Harryhausen, El ladrón de Bagdad, Los hermanos Marx, Scarface. 

Esa fue mi universidad cinéfila, pese a que por entonces desconocía que cada mañana de domingo tenía el lujo de codearme un par de horas con grandes cineastas a los que con el tiempo aprendí a apreciar y disfrutar. La sala de cine estaba flanqueada por retratos gigantescos de figuras ilustres del comunismo y socialismo. Eran los años 70. Tendría unos 9 o 10 años cuando empecé a frecuentar los matinales. No sabía quiénes eran Marx, Engels, Iglesias, Bakunin, Trotsky... ¡Quién iba a decir que años después estudiaría Filosofía! La vida a menudo teje con hilo invisible.


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A Contracorriente Films ha puesto en marcha un proyecto que consiste en animar a tus hijos o alumnos a contar una película, grabarlo en vídeo y compartirlo. Tienes toda la información aquí. Plazo: hasta el 6 de octubre.

Además de esta, comparto algunas sugerencias para llevar al aula:

  • Recreación dramatizada de escenas de películas o series, con guiones originales del fragmento o guiones adaptados o inventados. Comparto una que hicieron mis alumnos de Bachillerato del famoso final de Casablanca:
  • Ficción sonora en emisoras escolares, recreando fragmentos de películas, series, libros, cómics... También pueden usarse otros formatos, como magazines de carteleras y recomendaciones, adivinanzas de películas...
  • Creación de storyboards. Pueden crearse en grupo en gran formato sobre paredes del aula. Y pueden ser parte del proceso de creación de un guión que se teatralizará o grabará después.
  • Entrevistas a abuelos/as, compartiendo vivencias de infancia y adolescencia en relación a los cines o de personas que siendo jóvenes se dedicaron a contar historias a su familia y amigos.
  • Mapa digital de cines de tu ciudad que cerraron, con entrevistas a personas que los conocieron abiertos. Site con fotos de esos cines y textos, audios o vídeos con entrevistas.
  • Proyecciones intergeneracionales en el barrio.
  • Fragmentos teatrales, narrando películas.
  • Juegos de adivinanza de películas con mímica y atrezo. 

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